Dentro del Monasterio

Bienvenidos al Monasterio Albertiniano Inmaculada Concepción de María, situado en el Barrio Betania de la ciudad de Estelí, departamento de Estelí, Sede de la Diócesis del mismo nombre. El monasterio está ubicado frente a la reserva del Quiabú (1680 mts. s.n.m.). A 860 mts. de altitud disfrutamos de un clima tropical seco con una temperatura que oscila entre los 23° a 26° grados centígrados. El suelo tiene una vocación para el cultivo de árboles maderables, hortalizas, tabaco, flores, etc.

Las puertas de nuestro corazón y de nuestro monasterio se abren para acoger a los jóvenes que sientan el llamado a vivir la vida monástica y a todo ser humano hambriento y sediento de Dios.

El monasterio es la casa que Dios nos dio para que vivamos en ella unánimes, con “una sola alma y un sólo corazón orientados hacia Dios” (S. Agustín, Regla). El monasterio es pura gratuidad divina. Manifiesta en la historia de la Iglesia nicaragüense el derroche de la Divina Providencia a través de la generosidad de nuestros bienhechores.


El patio interior está rodeado por el claustro de San Agustín y en el centro hemos entronizado una escultura del Beato Juan Pablo II sobre una fuente que mana agua constantemente. Es un lugar donde se respira la paz monástica.


El locutorio es el lugar íntimo donde los monjes atienden a los que llegan con la más exquisita hospitalidad monástica: Siempre es bueno compartir con ellos un buen café segoviano con rosquillas somoteñas. Además es el lugar donde el Prior del monasterio administra el sacramento de la confesión, imparte dirección espiritual y orientación psicológica en caso necesario.

La llegada de un hermano al monasterio es motivo de gozo porque es Cristo que llega (S. Agustín).

El claustro dedicado a San Agustín es un lugar de silencio, de paz y de encuentro de los monjes. Pertenece a la clausura monástica y en él se realizan algunas actividades religiosas del monasterio.
La Capilla es el corazón del monasterio. “En ella nadie haga sino aquello para lo que ha sido destinada” (S. Agustín, Regla). Es el lugar litúrgico por excelencia, de la intimidad con Dios, de lo sagrado, de lo santo. Su arquitectura es de líneas sobrias que recogen la belleza del arte sacro para honrar a la Trinidad Santa de Dios.

El ábside acoge al coro de monjes para la liturgia de las horas y para la solemnidad eucarística; está presidido por los iconos del monasterio: Jesucristo, Rey de la Gloria y Nuestra Señora de la Ternura. El tabernáculo ocupa el lugar central y la sede prioral está a la derecha.

El altar representa al mismo Cristo y está ubicado debajo del arco entre el ábside y las naves. El presbiterio favorece el desplazamiento litúrgico. La capilla está dedicada a la Inmaculada Concepción de María, la Purísima, Patrona de los nicaragüenses y Titular del monasterio.

En la capilla reina el silencio sagrado que permite la contemplación del misterio y en algunos momentos se escucha un fondo de canto gregoriano que invita al recogimiento y a la interioridad, particularmente los jueves cuando está expuesto el Santísimo Sacramento del Altar.

En la capilla del monasterio nos espera Jesucristo en la Eucaristía para “estar con Él”, y los iconos nos sumergen en la gran tradición monástica de oriente y de occidente. Los monjes también oramos con los iconos.

En el coro, los monjes se reúnen y se unen a la Iglesia para orar con la Liturgia de las Horas, de cara a un mundo que no ora porque vive como si Dios no existiera. Así, el monasterio es “presencia de la trascendencia en la inmanencia” (Benedicto XVI).

Los diferentes ambientes del monasterio permiten que el monje entre en contacto consigo mismo, con Dios y con la belleza de la creación. Son ambientes diseñados en el trópico seco nicaragüense para ayudar al monje en su proceso de interioridad-trascendencia (S. Agustín), y han sido pensados para que los que vivimos en el monasterio y para quienes comparten con nosotros, experimentemos a Dios que habla a través de la belleza de su creación y de la belleza creada por la mano del hombre.

En un mundo materialista, ateo y relativista, la torre albertiniana del monasterio apunta hacia lo fundamental: apunta a Dios.

Lo más importante es el silencio contemplativo que conduce al monje a establecer un diálogo corazón a corazón con EL AMADO. Este diálogo es casi imposible afuera por “la cultura del ruido”. En este sentido, no huimos del mundo, sino que nos retiramos de la mundanidad ruidosa (del mundo que le ha dicho “no” a Dios), para restablecer nuestra comunión de vida con los seres humanos en Cristo.

La vida retirada es prioritaria para escuchar la voz de Dios que habla dentro, tal como lo dice San Agustín: “no andes fuera, entra en ti mismo. En el hombre interior habita la verdad. Y si en tu intimidad descubres que eres mutable, trasciéndete hasta donde se enciende la luz de tu ser” (De ver. Rel. 39, 72)

“En el silencio maduran las grandes decisiones del ser humano”.

Los nicaragüenses llevamos en nuestro corazón a la Purísima Concepción de María y la saludamos con un grito de júbilo: “¿Quién causa tanta alegría? ¡La Concepción de María!”. Desde niños llevamos a la Purísima en nuestro corazón y por tal motivo en el primer monasterio masculino de Nicaragua vivimos la espiritualidad mariana de nuestro pueblo.

Los monjes nos dejamos llevar por María a los pies de su Divino Hijo, y en honor a ella vestimos un hábito monástico color blanco antiguo, con escapulario y capucha monacal, ceñido a la cintura con la correa agustiniana confeccionada en cuero color negro de la que cuelga “el Evangelio de los pobres”: el Santo Rosario.
En la soledad y en el silencio el monje contemplativo albertiniano aprende a estar a solas con Dios y en diálogo con Él. El monje es un hombre oculto con Cristo en Dios. Así, el monje rompe con la cultura del ruido que deshumaniza para internalizar en su vida los valores del Reino de Dios.

De esta sorprendente intimidad con Dios brota esa misteriosa fecundidad apostólica  de los monasterios (PC 7) que no alcanzamos a comprender con la sola razón, sino sólo desde la racionalidad de la fe.  En esta sublime intimidad con Dios el monje asume progresivamente el modo de ser de Jesucristo y se vuelve como Él: un ser misericordioso, de tal manera que la cristificación del monje es la razón de ser y el sentido último de la vida monástica: “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confs. I, 1,1).








La celda del monje es el lugar de la soledad habitada por la Trinidad Santa de Dios. Es el santuario donde el monje recrea todo lo vivido en el día a día del monasterio, celebra sus primeras eucaristías en el altar de su escritorio de estudio…, y es el lugar del descanso y de la paz.

Aprender a vivir en la celda es  aprender a recrear la vida monástica, la opción fundamental por el seguimiento de Cristo casto, pobre y obediente hasta llegar a la meta, a pesar de que el enemigo como león rugiente anda buscando a quien devorar: Así, la celda monacal es el lugar del combate espiritual, del encuentro con mi propia fragilidad sabiendo que todo lo puedo en Cristo que me fortalece.

Existe un monacato que ha elegido la “fuga mundi”, una huida del mundo y de la humanidad. Nosotros, en cambio, huimos de la mundanidad para encontrarnos con la verdadera humanidad. Estamos en el mundo pero no somos del mundo… El monje asume libremente el proceso de ruptura con un mundo que le ha dicho “no” a Dios, para vivir en el corazón del mundo los valores del Evangelio.

Los monjes contemplativos albertinianos nacimos del corazón eucarístico de la Sierva de Dios Madre Albertina Ramírez Martínez. En efecto, la celebración eucarística es el acontecimiento fundamental de nuestra vida monástica.

La fuente de la fraternidad monástica es nuestra comunión con Cristo: Solo si reconocemos a Cristo en la Eucaristía, lo reconoceremos en el hermano, en el pobre, en los sin voz.











Somos un monasterio litúrgico porque adoramos a la Trinidad Santa de Dios a través de la Divina Liturgia de la Iglesia católica, al interior de un mundo secularizado. La liturgia no es un espectáculo, sino pura adoración a Dios y ha de ser, por tanto, solemne, fiel a la tradición monástica, sobria y profunda. En ella el protagonista es Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

Al entrar en el espacio litúrgico, el monje presbítero entra en el tiempo de Dios. En nuestro monasterio, el canto litúrgico ha de favorecer la contemplación, por eso el gregoriano es nuestro canto y asumimos el movimiento litúrgico del Papa Benedicto XVI.

Nosotros, que lo hemos dejado todo para buscar solo a Dios, celebramos la Divina Liturgia con singular fervor y solemnidad, remitiéndonos a Nuestro Padre San Agustín.









Inspirados en San Agustín, ejercemos el apostolado teológico como trabajo específico de los monjes. Al interior de la dictadura del relativismo estamos convencidos de la necesidad de ejercer este apostolado frente a las improvisaciones pastorales que tanta desorientación han causado en la Iglesia de los últimos años. La hermenéutica de la continuidad propuesta por su Santidad Benedicto XVI nos parece oportuna y estimula nuestro quehacer teológico. Desde el monasterio queremos dar nuestro aporte  al nacimiento de una cultura teológica que jalone el quehacer pastoral.

En nuestro quehacer teológico asumimos los grandes teologúmenos del Papa Benedicto XVI, nuestro Maestro en la Fe, a saber:

a.   En un mundo que niega a Dios, estamos llamados a proclamar con hechos y palabras que Dios existe.

b.   Al interior de la dictadura del relativismo estamos llamados a proclamar con hechos y palabras que Jesucristo es el único Señor y Salvador.

c.   Al interior del materialismo ateo, estamos llamados a vivir la liturgia monástica como puerta al misterio de Dios. Damos a la Iglesia el fruto de una teología que nace de la lectio divina(S. Agustín).



 De la lectio divina nace la teología monástica (S. Agustín).










El estudio de la Filosofía y de la Teología jalona el quehacer del monje.


No se concibe un monasterio sin una biblioteca que le permita al monje realizar su trabajo intelectual, su estudio ordinario, su investigación científica, su producción filosófica, teológica, espiritual, litúrgica… La biblioteca es el santuario del saber. Debe conservarse en ella la privacidad, salvo en las ocasiones en que el monasterio recibe a los investigadores.



La biblioteca de nuestro monasterio está dedicada a San Juan Pablo II (filósofo, poeta y pontífice).



Los libros merecen el honor de ser leídos y conservados con esmero.






Los monjes cultivamos el arte porque hemos sido creados a imagen y semejanza de un Dios que nos ha creado creadores. El arte hace del monje un colaborador con Dios en la dura tarea de restablecer la belleza de la creación.

El trabajo artístico de los monjes, dotados de diversos dones en las bellas artes, nos compromete a cultivar y difundir la teología de la belleza. Además, nuestras artesanías y nuestros iconos expresan la intimidad del monasterio y el trabajo de los monjes.




El refectorio es el lugar de la comensalidad monástica. Los monjes asumimos el sentido que el Jesús histórico le dio a la comunión de mesa, como sustrato antropológico de la Eucaristía. En él se manifiesta la Providencia Divina, la bondad de nuestros bienhechores y el fruto de nuestro trabajo.

En nuestra mesa siempre hay un lugar para el que llega.



Durante las comidas se lee lo que el Prior indica: las Sagradas Escrituras, la Regla, los comentarios de San Agustín al Evangelio del día  y otros temas para que no sólo alimentemos el cuerpo sino también el espíritu (S. Agustín). La mesa la preside el Prior y es sobria y digna. Durante los diálogos de sobremesa nadie puede hablar mal de los ausentes, siguiendo el mandato de San Agustín que dice: “el que es amigo de roer vidas ajenas no es digno de sentarse a comer en esta mesa.



Nuestros alimentos de caracterizan por la sobriedad y por ser buenos para la salud. El refectorio está presidido por la Inmaculada concepción de María y por una “cruz de madera” sin crucifijo que  nos recuerda que debemos subir con cristo a la cruz para aprender a amar como Él nos ama, crucificando nuestro “yo” egoísta.






La formación del monje es integral y está bajo la responsabilidad del maestro respectivo y del Prior. Se cuida cada detalle para que la semilla de la vocación que Dios ha sembrado en el corazón de cada monje germine con el auxilio de la gracia y los esfuerzos pedagógicos del maestro y del Prior.

El maestro apela a la libertad el monje, para que éste asuma desde su libertad constitutiva el modo de ser hombre a la manera de Cristo en la vida monástica. El maestro apela a la racionalidad de la fe para que el monje interiorice los valores del reino de Dios: creo para entender.



La racionalidad de la fe en diálogo con la racionalidad técnico-científica le dan al monje la oportunidad de descubrir y asumir la razón de ser y el sentido de su opción por Cristo pobre, casto y obediente en un mundo conflictivo que vive como si Dios no existiera.



El maestro se vale de las fuentes bíblicas, patrísticas, particularmente la agustiniana, para formar al monje…, de igual manera se vale de las fuentes filosóficas y teológicas a la luz de la vida monástica, en un mundo relativista que ha renunciado a las preguntas y a las respuestas fundamentales. De esta manera, la formación del monje exige una esmerada atención a todo el ser.  No solo se forma la razón, sino también el corazón (Lugar de las opciones fundamentales).



La razón cordial agustiniana nos introduce en la dialéctica creo para entender y entiendo para creer. El diálogo abierto del monje con su maestro es condición indispensable para que se establezca un verdadero diálogo formativo.




El acontecimiento de la encarnación del Hijo de Dios enternece la vida de los monjes invitándoles a vivir desde la perspectiva de este kairós divino. En efecto, no es la dictadura del cronos (del tiempo impuesto por la mundanidad) lo que determina la jornada monástica sino la irrupción imprevisible de Dios, del kairós divino lo que le otorga su razón de ser y sentido al tiempo monástico. El monje está llamado a entrar “en el tiempo de Dios” (M. Albertina). 


















El Prior del monasterio es el Padre de los monjes. Es padre y madre. Ha de seguir el ejemplo de Jesucristo “que no vino para ser servido sino para servir”. No debe sentirse feliz por mandar, sino por servir con caridad: “ante ustedes, que los preceda por honor; pero ante Dios, que esté postrado a sus pies por temor… muéstrese ante todos como ejemplo de buenas obras, corrija a los inquietos, consuele a los tímidos, reciba a los débiles, sea paciente con todos; observe la disciplina con agrado e infunda respeto.


Y aunque ambas cosas sean necesarias, busque más ser amado que temido, pensando que siempre ha de dar cuenta a Dios por ustedes. De ahí que, sobre todo, obedeciendo mejor, no sólo se compadezcan de ustedes mismos sino también de él; porque cuanto más elevado se haya entre ustedes tanto mayor peligro corre de caer” (S. Agustín, Regla).



Los monjes asumimos la paternidad espiritual del Prior, “no como siervos bajo la ley sino como hombres libres bajo la Gracia”(S. Agustín, Regla).


El Prior ha de recordar a los monjes que hemos venido al monasterio para amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, y que juntos hemos de buscar el Reino de Dios y su justicia, porque lo demás vendrá por añadidura. De aquí se desprende nuestra confianza en la Divina Providencia: “mis hijos serán conocidos en el mundo por su ilimitada confianza en la Divina Providencia” (M. Albertina).



En la tradición monástica de occidente “el Prior es maestro, médico, pastor, dispensador y padre de los monjes” (S. Benito, Regla).



Al Prior le corresponde velar por la formación integral de cada monje en todas las etapas formativas.






En su mano derecha lleva la alianza que significa su desposorio con la Iglesia en la vida monástica. En la alianza aparece en relieve el drama del Calvario, porque solo desde la cruz de Nuestro Señor Jesucristo es posible asumir la autoridad como servicio, porque “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.




Detrás de cada monje hay toda una historia tejida por el amor de Dios que llama y la libertad de una criatura que responde a ese llamado de amor. En las diversas etapas formativas el monje va asumiendo el estilo de vida de Jesucristo, paradigma del hombre nuevo, porque “Jesucristo revela el misterio del hombre y le da a conocer su sublime vocación” (GS 22).

En las diversas etapas formativas hasta llegar al “kairós” de su consagración, el monje adquiere la ternura de la infancia espiritual, del que sabe que todo lo suyo es un don gratuito del Padre. Incluso, la misma capacidad de dar gracias es don que el monje recibe de Dios. La vida del monje es una presencia de la gratuidad divina al interior de un mundo donde todo tiene un precio, incluso, la conciencia de los seres humanos que se venden al mejor postor.









      
 La profesión solemne de nuestro Padre Prior fue un acontecimiento de Gracia. Nuestro Obispo Ordinario, la comunidad monástica, los miembros del presbiterio diocesano, religiosas y religiosos de la diócesis fuimos testigos de este acontecimiento que marcó un hito en la andadura del primer monasterio autónomo “sui iuris” de varones en la Diócesis de Estelí y en la Provincia Eclesiástica de Nicaragua.

Postrado en cruz ante Dios, el Prior renuncia a todo por el Todo: Dios. Se cantan las letanías para implorar la asistencia divina sobre este hermano nuestro.

El Prior, de rodillas ante nuestro Obispo Ordinario, S. E. R. Mons. Juan Abelardo Mata Guevara, SDB., pronuncia en voz alta la fórmula monástica de la profesión solemne que, posteriormente será firmada por ambos.

La fórmula de la profesión solemne es escrita a mano en el libro de profesiones del monasterio. El documento firmado “ad Perpetuam Rei Memoriam” es guardado celosamente en el archivo del monasterio como un gran tesoro.

El Obispo coloca la alianza en la mano derecha del Prior como signo de su desposorio definitivo con la vida monástica en la Iglesia, e impone las manos sobre el recién consagrado para invocar el auxilio del Espíritu Santo sobre él y sobre la obra que comienza.

El abrazo es un signo de comunión paterno-filial entre el Obispo y el Prior: una comunión eclesial llamada a dar frutos abundantes para honra y gloria de Dios y salvación de las almas.

Nuestro Obispo Ordinario es un hombre que sabe leer el corazón de sus hijos y los acontecimientos a la luz de la fe.

Al concluir la celebración litúrgica todos recibimos la bendición episcopal.

La Diócesis estuvo representada por los religiosos y fieles amigos del monasterio. Fueron testigos de los votos solemnes públicos del prior: “lo que Dios comenzó sin ti, no lo llevará a cabo sin ti”. (S. Agustín).        









Al caer de la tarde.

La cripta del monasterio no es un lugar de muerte sino de vida. La comunidad monástica se renueva, pero sus miembros se van gastando día a día, envejecen, enferman y mueren. La muerte es el vere dies natalis del monje.

Pero, no somos seres para la muerte, sino para la resurrección.

En la navidad, los monjes cantamos villancicos al niñito de Belén. La navidad nos dice que el amor de Dios ha entrado definitivamente a nuestros corazones.











 “La Troja de la Divina Providencia” es el brazo de la caridad monástica.

El monje abre su corazón a los más necesitados y de la mano con los Oblatos Albertinianos, el monasterio procura alimentos y medicinas para los empobrecidos. “Quien descubre a Cristo en la Eucaristía, lo descubre también en el pobre”.

El monje celebra la Sagrada Liturgia con exquisita belleza y también abre su corazón misericordioso a los que sufren.